jueves, 30 de octubre de 2008

Canto I


Hubiera querido cantarle a Dios. Cantarle las cuarenta a ese Dios mezquino y miserable. Pero enmudecí, mezquino como siempre, y me sentí, como siempre, igual que él. Seguí mis propios pasos desde entonces, sabiendo que el camino sería peligroso. Pero no tuve miedo. Y silbando miré siempre adelante. Poco a poco olvidé aquel lejano día, hoy todo un extraño para mí, en que hubiera querido cantarle a Dios; cantarle las cuarenta. El camino fue largo y a menudo descansaba mi cuerpo en los balcones de algún bello palacio rodeado de fuentes y jardines. En los palacios comía con finura los más bastos manjares y bebía licores de nombres extranjeros hasta que amanecía. Ese descanso era una pobre excusa nada más para olvidar -como antes había olvidado el cantarle a Dios- el camino. Pero no lo olvidaba y continuaba usando mis labios de instrumento. Pasó el tiempo. Estaba tan cansado de atravesar sin pausa el camino peligroso que me entraron las dudas. Llegó hasta mí el olor del palacio, del jardín, del licor y del basto manjar comido con finura. Flaqueza. Una gran flaqueza interior se apoderaba de mí. Era fuerte. Más fuerte que yo. Luchamos en desigual disputa hasta que mis fuerzas tensaron su límite y de pronto entendí lo que pasaba: la flaqueza es un fantasma, un sueño hecho de humo, un aire pintado de tristeza. Lo entendí y entonces se desvaneció para no volver -como ese gran amor que todos tuvieron- nunca más. Silbando otra vez proseguí el camino peligroso, trazado por un Dios mezquino y miserable. Ya no estaba cansado. Quería correr, volar, llegar rápido al final del camino, ver qué había en la meta. Yo imaginaba un gran tesoro, algo que compensara el caminar en solitario por un camino peligroso toda la vida. Silbando, sí, toda una vida silbando y caminando. Luchando y venciendo. La mirada siempre puesta en el horizonte con los ojos de un retrato antiguo estropeado. Esperaba ese tesoro con el alma preñada por el ansia, con la boca abierta de ilusión. ¿Quién no ha sentido eso alguna vez? Pero debo deciros, amigos, que no merece la pena. Que la flaqueza no es un fantasma sino un aviso, una alarma que despierta a la vida y te dice: Descansa, ve al jardín, al licor, a la alcoba del balcón rodeado de fuentes. Con finura desbroza el manjar con los colmillos hasta el amanecer y goza, goza, amigo, goza. No hay tesoro, Señor. Eso aprendí. Quizás llegue el momento de empezar a cantar. De empezar a cantarle las cuarenta.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Nana

Me reencuentro con la música y cambio mis apuestas de otras tardes. No me juego todo al sueño y reclamo este espacio sonoro de luz que se precipita hacia mí desde las alturas del lenguaje eterno y me muestra distintos tablones flotando sobre el mar embravecido de este día. Agarradas a su mano imágenes de iglesias embutidas en selvas vírgenes de algún remoto rincón de mi pasado. Corren hacia mis brazos con la severidad de los hijos abandonados. Son notas con rostro indefinido que caprichosamente me sonríen o secan sobre mis hombros innumerables lágrimas. Criaturas que entraron en mí para que pudiera yo darles a luz en otro tiempo, el mío, y regalarme una bastarda paternidad. Aunque me ciega en parte el sol que invade la ventana de este salón que comparto con los sueños y el descanso de otros seres, y la ceguera estorba el natural fluir de las palabras, me hago fuerte en su presencia inasible y lucho por volcar una forma afín a mi lengua sobre este folio, recién estrenado, como mi nuevo juego, como mi nueva apuesta.

Y llega con un raudal desbordante, absolutamente descontrolada, y me hace sudar la gota gorda del amor. “Despierta”, parece decirme con su polifónico susurro encerrado en la pista de la que emana sin pudor hasta mi oído. Y miro a través de la ventana y, quizás porque es un nuevo día, el sol no baña el sueño del salón y es el frío plúmbeo de este otoño el único líder del paisaje. Acato sus órdenes y despierto. Con los ojos bien abiertos observo el letargo muerto a mis pies, veo desaparecer ese letargo, evaporarse hacia quién sabe qué cielo, sobre quién podría adivinar qué nube.

Ahora estamos ambos a solas. Mezclamos nuestras músicas con la maestría del viejo barman de la boca del túnel y nos embebecemos ante la belleza una vez más. Me sonríe la Fortuna con picardía y yo le devuelvo mi sonrisa penitente. Ambos sabemos que mientras caminamos de la mano hacia el abismo impenetrable del sentido se tiran los silencios desde altas torres, suicidas de los que nadie se percata. Ambos ignoramos cuándo emprendimos este camino y, por supuesto, ninguno de los dos puede ver el final del camino ni el fondo del abismo. Pero caminamos de la mano esta tarde que fue de sol y ahora es de sombra, que fue de sueño y ahora es de vigilia, que fue silenciosa y ahora es tan musical como la nana de una madre volcada en el rostro de su recién nacido.

martes, 14 de octubre de 2008

Ser y no ser

Vivir en este instante y olvidar todo aquello que pasó debiera ser el único objetivo de esta voluntad mía. Vivir en los ojos de los demás y no en la interna mirada que me apresa sería el único premio que debiera esperar tras tanto juego. Beber el vino apaciaguado y calmo y calmarme yo y dejarme apaciguar por él tendría que ser el esfuerzo único de esta noche recién atardecida. Sentir el frío. Sonreír. Tenerlo claro todo y sin embargo flaquear y no encontrar en nada un minúsculo atisbo de esperanza. Pasará esta noche y quizás mañana, al despertar y ver la luz recién amanecida se irán como el vapor los tristes pensamientos. Me escudo en el bullicio una vez más, legítima defensa en el batalla eterna que impele sin razón a la soledad. Espero, mientras viajo de aquí para allá, a unos amigos. Pronto compartirán vino y mesa -mármol frío como el aire- con mis fantasmas; quizás también conmigo si despierta su presencia mi ánimo hundido e infecundo. Como véis, la esperanza late tímida, moviendo el pulso de este instante sobre el cuaderno negro, compañero mío inestimable. ¡Ojalá no existiera la distancia que separa la euforia de la pena! De ese modo podría yo pasar por alto todas mis heridas y elevar mi voz... y mi cabeza. He cambiado de mesa. Me sitúo junto a la acera, en el límite exacto del refugio. Un paso más allá se mueve el mundo en un carro de niño, dentro de una bolsa de basura, apoyado en el bastón de un anciano. Se mueve el mundo cuesta arriba y cuesta abajo y cuesta y cuesta, cuesta verlo y no participar del movimiento ni del mundo. Preferir la quietud. La mesa de mármol frío, el vino apaciguado y calmo, el cuaderno compañero y la espera tranquila del amigo. Preferir vivir en este instante a traspasar la puerta que invita a poner los pasos en la acera y caminar de la mano del mundo que, cuesta a cuesta, se mueve incesante y tenaz. Estar dentro y fuera al mismo tiempo. Ser y no ser en el instante eterno que tiñe de nostalgia este propósito, esta meta, este sueño de la voluntad, anclado en medio de tanta reflexión y tanta espera.