viernes, 29 de mayo de 2009

Hesido


Para entender el por qué sería necesario romperse el cuello o bien calzarse los zapatos del revés. Análisis del hesido que, hoy por hoy, ni ganas ni fuerza de enfrentarme a él –aunque me cure-. Y no...no es la pereza ni el miedo lo que me impide la torsión y el cambio radical en el calzado, sino la certeza de que me necesito tanto para mañana que mirar hacia el ayer significaría una segunda derrota. De vez en cuando, por el rabillo del diablo, veo a aquel muchacho que trataba de encontrarle un sentido a la existencia y echaba el ancla en la noche que preñaba barras solitarias. Me reconozco en él y en ellas, pero punto y final y mariposa siempre a otra cosa hasta ser clavada en el panel del científico. Y de tanto observarme corro el riesgo de clavarme yo mismo el alfiler y exponerme en una casa mía diferente totalmente ajena a mi volar. Ojalá que la ciencia comulgue pronto con mi alma y las batas se llenen de los colores hermosos de mis alas, sin panel ni alfiler que crucifiquen mi natural vuelo y desarrollo. A veces viene la tristeza... Y yo sin Pancho que llevarme al regazo y acunar con mis penas o al que dedicarle unos versos, tal vez un poema. De fondo un piano triste acompaña una canción que mi pobre inglés no logra descifrar. La música existe igual, pese a mi incompetencia. La vida también, pese a mi apatía. Y yo, sobre todo, pese a mi mismo. Alrededor, como siempre, la maravilla. ¡Mira que hay amor, joder, en este puto mundo! Y mira que lo vemos y nos ciega. Y mira que nos ciega y ya...no vemos nada.

viernes, 8 de mayo de 2009

El héroe


Dependiente de las palabras y las sospechas. Del pendenciero rumor que empapa la almohada al abatirse la noche a bocajarro. Buscando el artificio, el humo y compañía, por las cumbres nubladas del olvido. Suave entra el cuchillo en la garganta cortando en pedacitos la conciencia. Cuchillo afilado en la piedra giratoria del descarnado ayer. Sangre embutida en el charco que empapa los zapatos del héroe. Los baña y torna húmedo y frío el pie que abriga, calzado que lento y suave se desgasta en las aceras curvas de este recto penar. El héroe canta a la luna cada tarde, aúlla de nostalgia como el lobo abatido en la montaña, temiendo al día y a la muerte que arropa el trapo negro. El héroe no encuentra auxilio en ninguna posada. Vaga triste, como un gitano sin puesto en el mercado, ni mercancía que le dé de comer. Voraz, se lanza cada día a la inestable búsqueda, teniendo como meta otro trago perdido y sin pagar. El héroe tiene una larga lista de ausencias, personas que han pasado por su lado, rozando apenas el aire del que se alimenta. Él los conoce bien pues es tan sabio como el salvaje esqueje que se planta en mitad del cemento y florece sin remedio, igual que las palabras de las que depende su latido. Ideas al tropel cabalgan sin montura sobre la larga playa de esta noche, que fue tarde hasta oír el aullido, y antes fue mañana; antes de que las presas supieran ser cazadas. Perdió la corbata en el espejo de la casa del Conde que creyó ser un día. Perdió la chaqueta y el sombrero y halló un hábito de su gusto en el cuero y la gorra que algún desmerecido olvidó en la basura. Tuvo suerte, no obstante, de no encontrar amor en los suelos de gres y las mesas de mármol, en los candiles de nácar y en el techo escayolado con formas sugerentes forjadas por al mano de un artista hambriento de esculpir. El jardín donde ayer paseaba protegido del sol y de la lluvia por cuatro reinas moras se marchitó tan raudo como una flor regada con cristales. Los ventanales, enormes, que daban al estanque, se ahumaron impidiendo la vista. Todo irá bien de ahora en adelante. Ha dejado el palacio en busca del amor, porque el amor, él sabe, se esconde entre los humos que tiñen las copas, se oculta entre el silencio que pinta lo ya dicho.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Eterno retorno


Tengo que reírme. Pero no una sonrisa que pinta plano un fondo en la comisura, sino una risotada dolorosa, de aquellas que te parten y te lanzan a la alfombra en busca de un alivio indeseado. De dibujar dibujo una gran carcajada, tremendo escupir de divertida lava, cuando me hablan del eterno retorno aquellos que nunca retornaron, que nunca se movieron de su verdad. Nada de pegas que pegar, entre otras cosas porque no hay tímpanos que recojan mi risa alrededor. Retornado otra vez, ciclón de las inconstancias saludables, enemigo voraz de mis rutinas, al abrazo oscuro y amistoso que se parapeta tras la barra –defendido de tanto hace ya tantos tanto-. Y qué alegría tan privilegio me arrastra hacia el reír. Y más cuando me hablan del eterno retorno los filósofos de la inacción. Uno encuentra placer en un frontón del que uno conoce su secreto: ninguna bola lanzada regresa del mismo modo tras estrellar su cuerpo contra el muro. Variables y detalles hacen del retornar un hallazgo eterno e inconcluso. Nunca anochece igual. Hasta en los ojos. Y noches diversas paren diversos soles. Nunca es el mismo segundo el que arropa tu delirio, el que llama delirio a tu constancia, el que llama constancia a tu retorno. Y aunque insistan y aparentemente... Yo no sé lo que es parece. Me tengo que reír, iluminado de gozo, al recordar las enseñanzas de las estatuas, ¡altivo de mí! Descerrajo sonrisas sin ánimo de ofender al ofendido nato. En silencio. Solo. Sin gesto que delate la alfombra, el suelo, el volcán, el risible retorno. Alguien lo entenderá, pero no seré yo. Mi papel es otro bien distinto. Expositor de emociones invisibles nunca en venta, expongo mi cachondo pensamiento sin alterar el orden natural, sin arengar a nadie, sin lanzar al mundo a una batalla que retornará a su absurda procedencia. ¿No es como para perder los tornillos en alguna esquina? ¿O será para enlutar el gesto y fustigarse? Nunca bota la pelota de plástico amarillo en el mismo punto del hormigón, y cambia la fuerza y la dirección muda. Es todo extraordinario: la risa y el retorno, el frontón y esta silla, esta mesa, este lugar, camaleón sin nombre dispuesto cada noche a ser absolutamente reinventado, insospechadamente retornado. Viendo el panorama, ¿tengo o no tengo que reírme?

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Inmarcesible

Echarse al camastro y abandonarse al sueño. Valga como poética del presente. El sueño es de amplio abanico y airea desde un marfil hasta una sonrisa. Náufrago en medio de esta roca, isla vestida con un blanco gotelé, observo mi propio estado. Golpea en mi puerta la palabra inmarcesible. Trato de recordar. Todo es en vano. No llega a mi memoria el significado de ese puñado de letras: inmarcesible. Quizás tenga que ver con lo que escribo. ¡Ojalá! ¿Quién sabe?... Me pasé de entusiasmo y exclamé sin arbitrio, presa de un total libertinaje. Me adelanté al punto del relato en el que hasta las comas exclaman. Miro mi juguete y le sonrío. Descansa, de par en par abierto, estirando su espalda encajada la mayor parte del día en mi bolsillo, sobre un colchón que ha sido parte fundamental de esta mi cama durante mes y un tercio. Me sirve de consuelo y me acompaña. Juguete preferido de estos últimos años. Y me alivia el alma, reconocerlo es justo, y hasta el ansia. Ya leí, no recuerdo, pero sí, ya leí hace algún tiempo que sana el escribir. Todo este asunto comenzó con aquel lejano "Echarse al camastro y abandonarse al sueño". Acabará quién sabe en qué ahora, tapado con qué arañazos y a merced de qué extraño. Quizás el extraño sea yo y esta historia me sirva... ¿He dicho historia? ¡Qué osadía!... Otra vez he caído en las redes del énfasis, de la ira, de la emoción , venga de donde venga, y he puntuado con la ya conocida exclamación. Pero vuelvo y termino. Quizás yo sea el extraño y esta historia termine a mi merced. Como creo que sucederá. Como creo que sucede con todas las historias, los camastros, los sueños de marfil y las sonrisas deslavazadas por la vigilia impenitente de esta noche que no termina de apagarse.

jueves, 30 de octubre de 2008

Canto I


Hubiera querido cantarle a Dios. Cantarle las cuarenta a ese Dios mezquino y miserable. Pero enmudecí, mezquino como siempre, y me sentí, como siempre, igual que él. Seguí mis propios pasos desde entonces, sabiendo que el camino sería peligroso. Pero no tuve miedo. Y silbando miré siempre adelante. Poco a poco olvidé aquel lejano día, hoy todo un extraño para mí, en que hubiera querido cantarle a Dios; cantarle las cuarenta. El camino fue largo y a menudo descansaba mi cuerpo en los balcones de algún bello palacio rodeado de fuentes y jardines. En los palacios comía con finura los más bastos manjares y bebía licores de nombres extranjeros hasta que amanecía. Ese descanso era una pobre excusa nada más para olvidar -como antes había olvidado el cantarle a Dios- el camino. Pero no lo olvidaba y continuaba usando mis labios de instrumento. Pasó el tiempo. Estaba tan cansado de atravesar sin pausa el camino peligroso que me entraron las dudas. Llegó hasta mí el olor del palacio, del jardín, del licor y del basto manjar comido con finura. Flaqueza. Una gran flaqueza interior se apoderaba de mí. Era fuerte. Más fuerte que yo. Luchamos en desigual disputa hasta que mis fuerzas tensaron su límite y de pronto entendí lo que pasaba: la flaqueza es un fantasma, un sueño hecho de humo, un aire pintado de tristeza. Lo entendí y entonces se desvaneció para no volver -como ese gran amor que todos tuvieron- nunca más. Silbando otra vez proseguí el camino peligroso, trazado por un Dios mezquino y miserable. Ya no estaba cansado. Quería correr, volar, llegar rápido al final del camino, ver qué había en la meta. Yo imaginaba un gran tesoro, algo que compensara el caminar en solitario por un camino peligroso toda la vida. Silbando, sí, toda una vida silbando y caminando. Luchando y venciendo. La mirada siempre puesta en el horizonte con los ojos de un retrato antiguo estropeado. Esperaba ese tesoro con el alma preñada por el ansia, con la boca abierta de ilusión. ¿Quién no ha sentido eso alguna vez? Pero debo deciros, amigos, que no merece la pena. Que la flaqueza no es un fantasma sino un aviso, una alarma que despierta a la vida y te dice: Descansa, ve al jardín, al licor, a la alcoba del balcón rodeado de fuentes. Con finura desbroza el manjar con los colmillos hasta el amanecer y goza, goza, amigo, goza. No hay tesoro, Señor. Eso aprendí. Quizás llegue el momento de empezar a cantar. De empezar a cantarle las cuarenta.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Nana

Me reencuentro con la música y cambio mis apuestas de otras tardes. No me juego todo al sueño y reclamo este espacio sonoro de luz que se precipita hacia mí desde las alturas del lenguaje eterno y me muestra distintos tablones flotando sobre el mar embravecido de este día. Agarradas a su mano imágenes de iglesias embutidas en selvas vírgenes de algún remoto rincón de mi pasado. Corren hacia mis brazos con la severidad de los hijos abandonados. Son notas con rostro indefinido que caprichosamente me sonríen o secan sobre mis hombros innumerables lágrimas. Criaturas que entraron en mí para que pudiera yo darles a luz en otro tiempo, el mío, y regalarme una bastarda paternidad. Aunque me ciega en parte el sol que invade la ventana de este salón que comparto con los sueños y el descanso de otros seres, y la ceguera estorba el natural fluir de las palabras, me hago fuerte en su presencia inasible y lucho por volcar una forma afín a mi lengua sobre este folio, recién estrenado, como mi nuevo juego, como mi nueva apuesta.

Y llega con un raudal desbordante, absolutamente descontrolada, y me hace sudar la gota gorda del amor. “Despierta”, parece decirme con su polifónico susurro encerrado en la pista de la que emana sin pudor hasta mi oído. Y miro a través de la ventana y, quizás porque es un nuevo día, el sol no baña el sueño del salón y es el frío plúmbeo de este otoño el único líder del paisaje. Acato sus órdenes y despierto. Con los ojos bien abiertos observo el letargo muerto a mis pies, veo desaparecer ese letargo, evaporarse hacia quién sabe qué cielo, sobre quién podría adivinar qué nube.

Ahora estamos ambos a solas. Mezclamos nuestras músicas con la maestría del viejo barman de la boca del túnel y nos embebecemos ante la belleza una vez más. Me sonríe la Fortuna con picardía y yo le devuelvo mi sonrisa penitente. Ambos sabemos que mientras caminamos de la mano hacia el abismo impenetrable del sentido se tiran los silencios desde altas torres, suicidas de los que nadie se percata. Ambos ignoramos cuándo emprendimos este camino y, por supuesto, ninguno de los dos puede ver el final del camino ni el fondo del abismo. Pero caminamos de la mano esta tarde que fue de sol y ahora es de sombra, que fue de sueño y ahora es de vigilia, que fue silenciosa y ahora es tan musical como la nana de una madre volcada en el rostro de su recién nacido.

martes, 14 de octubre de 2008

Ser y no ser

Vivir en este instante y olvidar todo aquello que pasó debiera ser el único objetivo de esta voluntad mía. Vivir en los ojos de los demás y no en la interna mirada que me apresa sería el único premio que debiera esperar tras tanto juego. Beber el vino apaciaguado y calmo y calmarme yo y dejarme apaciguar por él tendría que ser el esfuerzo único de esta noche recién atardecida. Sentir el frío. Sonreír. Tenerlo claro todo y sin embargo flaquear y no encontrar en nada un minúsculo atisbo de esperanza. Pasará esta noche y quizás mañana, al despertar y ver la luz recién amanecida se irán como el vapor los tristes pensamientos. Me escudo en el bullicio una vez más, legítima defensa en el batalla eterna que impele sin razón a la soledad. Espero, mientras viajo de aquí para allá, a unos amigos. Pronto compartirán vino y mesa -mármol frío como el aire- con mis fantasmas; quizás también conmigo si despierta su presencia mi ánimo hundido e infecundo. Como véis, la esperanza late tímida, moviendo el pulso de este instante sobre el cuaderno negro, compañero mío inestimable. ¡Ojalá no existiera la distancia que separa la euforia de la pena! De ese modo podría yo pasar por alto todas mis heridas y elevar mi voz... y mi cabeza. He cambiado de mesa. Me sitúo junto a la acera, en el límite exacto del refugio. Un paso más allá se mueve el mundo en un carro de niño, dentro de una bolsa de basura, apoyado en el bastón de un anciano. Se mueve el mundo cuesta arriba y cuesta abajo y cuesta y cuesta, cuesta verlo y no participar del movimiento ni del mundo. Preferir la quietud. La mesa de mármol frío, el vino apaciguado y calmo, el cuaderno compañero y la espera tranquila del amigo. Preferir vivir en este instante a traspasar la puerta que invita a poner los pasos en la acera y caminar de la mano del mundo que, cuesta a cuesta, se mueve incesante y tenaz. Estar dentro y fuera al mismo tiempo. Ser y no ser en el instante eterno que tiñe de nostalgia este propósito, esta meta, este sueño de la voluntad, anclado en medio de tanta reflexión y tanta espera.