jueves, 24 de julio de 2008

Los días a la espera

Cualquiera de estos días que se encuentran a la espera, agazapados tras alguna esquina cercana, miraré al hombre que prepara los cafés y no seré tan diferente. Sin ser espejo, reconoceré los años en su ojos como la loba distingue sus crías del resto del grupo que retoza y enseña sus colmillos recién nacidos. El pelo ausente, las manos ásperas y adornadas con callos en la palma, las bolsas de su rostro y tantas otras huellas guiarán mis pasos hacia el nuevo reflejo. Tomaré un té, no importa la estación, y hablaremos del tiempo: la lluvia, el sol, depende del humor que haya dejado el colchón en mi ánimo, o del clima. Sentado en una mesa me veré, y el viaje será largo, dejando caer palabras al azar o componiendo la más justa expresión que me revele. Tronará el noticiario las mismas desventuras y al llegar el deporte zambulliré la vista, fondeando la taza caliente, y descubriré corales de limón. Cualquiera de esos días puede ser que ande por ahí desprovisto de tinta y de papel, desprovisto de ideas y de impulso, sin ganas de plasmar aquello que percibo y siento igual que opero ahora, cirujano del momento en busca de la vena que cortar, el órgano a sanar, la brecha del presente malherido. Ignoro lo demás: las sorpresas que, dicen, deparará el destino, y es por eso que ahogo en conjeturas una mañana más y sumerjo mis manos en la impropia tarea de escribir sólo aquello que siento salvado en el instante. Uno de esos días el instante será una burla más de la distancia. La risa se vestirá entonces con una gran carcajada que, violenta, partirá en dos hasta la desazón con más blindaje. Caerán las más enormes torres como una plastilina prensada con el puño y el puño será allí una palma ofrecida sin pudor a cualquier mano.

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