jueves, 15 de noviembre de 2007

Brecht

Dos cosas, entre otras muchas, tenemos que agradecerle: su empeño en que el actor no fuera el tonto naif que era considerado en el siglo XIX sino un hombre de su tiempo, pensante y sagaz y por otra el invitar al público a disfrutar el teatro de una manera diferente a como estaba acostumbrado: Yo ofrezco simplemente los hechos para que el público piense por sí mismo. De ahí que necesite un público de sentidos avezados, que sepa observar y que disfrute ejerciendo su intelecto. Invitaba al público a tomar una distancia, a no olvidar que lo que veía era teatro, no la vida, y que ese teatro tenía una función didáctica. Era, por encima de todo, un docente, y así le gustaba que le describieran. Pero enseñar, apuesto a que lo sabía muy bien, es el último peldaño del aprendizaje y él fue un gran alumno. La Biblia fue el libro que más le influyó: Procurad que, al dejar este mundo, no sólo hayáis sido buenos, sino que dejad también un mundo bueno, dice en Santa Juana de los Mataderos. Después llegaron Confucio y Mao Tse-Tung que determinaron su forma de escribir y “envenaron” su pluma con parábolas y citas orientales, lo que, paradójicamente, le convirtió en un dramaturgo moderno y transgresor: Y el hombre en un impulso afectuoso aún preguntó: “¿Qué ha llegado a saber?” Y el muchacho explicó: “Que el agua blanda hasta la piedra acaba por vencer. Lo duro pierde”. Bebió de las fuentes más antiguas del saber y trató de enseñarnos algunas cosas, no sólo de la vida, sino también, como hizo en El pequeño organón, del oficio del teatro.

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