viernes, 18 de enero de 2008

Bogotá 2006


La amabilidad hasta en el mover una silla. La sonrisa en cada letra de su hermoso platicar. Educada forma de dar los buenos días esperan al extranjero que trata de superar el dolor de cabeza provocado por el mal de altura. Estamos en Bogotá y abril está comenzando sin ningún poder. No creo que ella esté aquí, envuelta en el olor a especias que desprenden las chimeneas de las pequeñas casas ocupadas en el barrio de La Candelaria. Sería una sorpresa, desde luego, encontrarla aquí, tan lejos de mi país, de mi continente, de mi pequeño cuarto lleno de luz primaveral chocando contra la blanca colcha de mi cama. Sería una desgracia encontrar aquí a la desconocida. Enterraría mi ilusión en el campo de los imposibles y no habría San Antonio capaz de remendar mi rota alegría. Miro el vestíbulo del hotel, donde lo civil y lo militar conviven con la desconfianza justa para no embargar su libertad y su oficio. La cofia se ha hecho fuerte en los moños de las mujeres de la limpieza. Se agarra al pelo de la mucama, que se afana, en silencio y masticando un chicle de menta, en sacar brillo a lo impoluto. Afinaría lo afinado, de ser música. Quizás esta mujer toque el piano cada noche pensando en un extranjero al que amó más que a su sonrisa. También se mezclan razas, naciones, lenguas, modas, estilos, preferencias, bellezas, erotismos...¿Por qué no habría de aparecer de entre todos, de entre todo, la desconocida? Me ha parecido ver a una chica igual que ella. Era ella. ¿Pero cómo estar seguro? ¿Y por qué ese afán por poner rostro a la dueña de los enseres más valiosos de mi alma? Se ha sentado cerca una chica oriental. Sobre sus piernas, activo, un ordenador portátil. ¿Será...? Quién sabe. No obstante, por mucho que apueste o intente adivinar, la única certeza que me alimenta esta tarde lluviosa en el interior de este gran hotel de Bogotá es que cuando ella me vea vendrá a coger mi mano y me dirá, en un susurro que dejará caer al fondo de mi tímpano derecho: “He llegado, tranquilo, ya estoy aquí.” Quizás yo, entonces, sonría a mi desconocida. Y llore con un llanto que me hará pequeño, cada vez más y más pequeño. Ella me volverá a repetir: “He llegado, tranquilo, ya estoy aquí.” Y yo volveré a crecer hasta llegar a estos treinta y un años en los que tan solo y triste me encontraba. “Vámonos”- le diré. Y dejaremos atrás dudas, penas y la fatiga que le produce a las almas sensibles abrir los ojos y ver el mundo cayéndose cada mañana.

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