miércoles, 16 de enero de 2008

insomne


Cuando uno es pequeño, no joven, pequeño, y tiene en sus piernas seis o siete años desayuna y sale a la calle, va al colegio o, si es día de fiesta, corre a buscar sus juguetes y ahí empieza a desgastarse, descargarse podríamos decir. Y cada respiración encuentra un por qué, ya sea en clase o apretando el gatillo del scalextric. De esa forma consume el día hasta que sus fuerzas se agotan y reclaman descanso y sueño. Eso dura unos años, después todo se torna insoportable. Uno busca en los sueños el mismo agotamiento y encuentra que su cuerpo no se cansa de soñar. Entonces no hay manera de darle un sentido al descanso ni al dormir y todo se torna en un dormir en vida. Celosos, mantenemos las fuerzas a salvo pensando que quizás algún día sean necesarias para la realización de los sueños. Pero, error, los sueños conducen a otros sueños que tampoco dan sentido al desayuno y uno se siente agotado de tanta fortaleza. Así uno, cargado, deambula por la casa, revuelve entre papeles y mira a la ventana razonando que es ahí fuera donde está la salida del laberinto. Podría, en un momento, acercarse a la puerta, subir la cremallera de su chupa, enroscar la bufanda en su cuello y salir a esa calle sanadora, a ese aire frío y redentor. Podría hacerlo, pero en vez de ello, sueña con ello e imagina un por qué para no hacerlo. Encuentra ese por qué en unas notas escritas a altas horas en las que se pregunta, él siempre se pregunta, una y otra vez, pregunta tras pregunta sin descanso, por qué no se abate el cansancio sobre su cuerpo como cuando era niño. Se sienta y escribe y sueña, con lo que comete, de nuevo, el garrafal error antes mentado. Y en este laberíntico deambular por la vida siente que se desgasta antes lo que le habría de durar siempre y que, apenas intacto, el cuerpo le reprocha cada palabra escrita, cada línea soñada, cada idea y cada pensamiento. Si somos un cuerpo y un espíritu habría que buscar un pacto cordial y evitar los duelos, sobre todo a altas horas de la madrugada. Cuando uno está inquieto, el otro se inquieta más, como un amo y un perro que se turnasen el collar. Preguntas y más preguntas y la respuesta cerca, a tiro de piedra, a cuatro pisos en un ascensor moderno y aseado por una vieja portera. Pero hay, parece, un no querer oír la solución palpable, sencilla y certera. Hay, parece, un miedo a perderse en las calles, a descargar de más tanta energía allá donde nadie nunca te agradece más que termines pronto y te evapores. Y así no. Así no hacemos nada. Cuando uno es pequeño, al parecer, el miedo es un fantasma. Cuando crece, me temo, el fantasma es el miedo. Un miedo incomprensible, rotundo pero amable, que acaricia y sin embargo deja heridas palpables en el rostro, en las manos, en el alma.

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